Diana Navarro: “Prefiero el respeto del público antes que toda la fama del mundo”

La cantante malagueña, autodenominada “folclórica moderna”, celebra tres décadas de trayectoria con un concierto en el Teatro Real. Su imagen evoca la esencia de la morena de la copla.

—Sí, la verdad [ríe]. Morena por ahora, aunque en algún momento quizás me vuelva rubia, que suaviza los rasgos. Pero de momento, mi pelo negro resiste bien. Y sobre la copla, es que me fascina esa esencia popular de las folclóricas. Un toque de brillo, aunque sea discreto. Un abrigo de pieles—aunque no me enorgullezca y entienda el punto de vista de los animalistas—, pero conservo uno de los años noventa que heredé de mi tía Charo y me gusta ponérmelo. Y, por qué no, un Mercedes, aunque sea alquilado. Soy folclórica, pero con un estilo moderno.

—Tu gira se titula Ya no estoy sola. ¿Es una declaración o un guiño?

—Es un homenaje, dos décadas después, a mi canción Sola, que lancé en 2005 y tuvo un éxito abrumador. Tanto que hasta llegué a escuchar a alguien decir: “Estás más sola que Diana Navarro”. Pues bien, aquí sigo, después de tantos años, cantando. Y ya no estoy sola.

—¿Un éxito tan temprano puede convertirse en una carga?

—Para nada. Esa canción impactó tanto porque muchas personas se sintieron identificadas en su propia soledad. Fue como una compañía en su aislamiento. Estoy muy agradecida por ese tema, lo siguen pidiendo en cada concierto. Me recuerda mi origen y mi camino. De hecho, me tatué la palabra «sola» en la muñeca izquierda, justo donde se siente el pulso, como un recordatorio de que estar sola no es algo negativo. Lo peor es estar mal acompañado por miedo a la soledad o por falta de amor propio.

—Habla con mucha familiaridad sobre la soledad.

—Porque la conozco bien. No hay soledad más dolorosa que la de estar junto a alguien a quien amas y sentirte completamente sola. Es devastador.

—¿Cuándo fue consciente de que su voz tenía el poder de emocionar?

—De niña, no tenía esa percepción. Cantaba, veía cómo la gente se quedaba en silencio para escucharme y eso me hacía feliz. Sabía que tenía buena voz, pero siempre buscaba más, nunca estaba satisfecha. Soy muy perfeccionista y eso me ha convertido en una atleta de la voz, siempre desafiándome a mí misma. Creo que a mi público le gusta esa entrega. Sin embargo, la verdadera conciencia de que poseo un don para emocionar, y la responsabilidad que conlleva, llegó más tarde. En 2009, cuando empecé a reconstruirme.

—¿Qué ocurrió en 2009?

—Me di cuenta de que no me quería a mí misma. Descubrí que la persona con la que estaba me engañaba, y fui la última en enterarme. Todo el mundo lo veía, menos yo. Amaba ciegamente, sin ver la realidad. Y eso se aprende con el tiempo, cuando reconstruyes tu vida. El peor ciego es el que no quiere ver. Y yo, en mi ceguera, permití muchas cosas.

—¿Habla de maltrato?

—Físico, no, gracias a Dios. Pero psicológico… creo que sí. No sé si era intencional por su parte, pero así lo viví yo. La autoestima se va deteriorando sin que te des cuenta. A veces escucho a mujeres con grandes carreras preguntarse cómo cayeron en situaciones así, y la respuesta es clara: nadie está exento. Yo, que me considero una mujer independiente e inteligente, llegué a estar tan anulada que terminé suplicando: «Déjame tú, porque yo no puedo». Así de sola estaba, incluso en compañía.

—Pero eso ya quedó atrás, ¿verdad?

—Sí, desde 2016 aprendí a quererme, y ahora soy realmente feliz. Curiosamente, agradezco todo lo vivido. Me hubiera gustado sufrir menos, pero creo que cada experiencia me ha llevado a ser la persona y la artista que soy hoy.

—Se dice que el sufrimiento aporta profundidad a los artistas. ¿Qué piensa de eso?

—Es una realidad, aunque sea una faena. Cuando veo a artistas jóvenes con un talento deslumbrante, pienso: “Espera a que tenga su primera gran decepción amorosa, entonces su arte será aún más increíble”. La emoción tiene memoria, y el público conecta con eso. En la alegría se comparte, pero el dolor deja huella. Y mira que me encanta un buen drama, pero también adoro reírme.

—Entonces, ¿cree que canta mejor ahora que nunca?

—La voz es un instrumento vivo que cambia con el tiempo, especialmente en las mujeres, por los ciclos hormonales. Mi voz ha pasado por muchas etapas. Escucho grabaciones antiguas y a veces me cuesta reconocerme. Pero ahora, en esta fase de mi vida, canto más parecido que nunca a cuando tenía 20 años. Entonces era libre. Y ahora, también. Y sí, ahora entiendo que mi voz es un regalo, y como cristiana, se lo agradezco a Dios cada día.

—¿Qué papel juega la fe en su vida?

—Me da paz. Y con los años, más aún. No sé explicarlo, pero cuando entro en una iglesia, me invade una emoción profunda. Sé que hay sacerdotes que se entrometen en la vida de los demás o que hacen comentarios intolerables, pero eso no me interesa. Me interesa el mensaje puro: amarás al prójimo como a ti mismo. Para mí, todas las personas son iguales, sin importar a quién amen o cómo se identifiquen. Lo bueno de la cristiandad y la Iglesia es lo que elijo abrazar.

—En septiembre, tuvo la oportunidad de conocer al Papa Francisco. ¿Cómo fue la experiencia?

—Muy emotiva. Pobre, estaba muy cansado y resfriado, pero aun así mantuvo la audiencia. Estaba previsto que le cantara, pero nadie me dijo nada, y yo tampoco pregunté. Francisco tiene una labor compleja en un mundo cada vez más polarizado, pero está abriendo la Iglesia a más personas. Me quedo con sus palabras: “Los pastores deben oler a oveja”.

—Después de haber experimentado el amor tóxico, ¿cómo se vive el amor sano?

—Al principio, con desconfianza. Inconscientemente, esperaba el golpe, hasta que dejé de estar en guardia. Me di cuenta de que antes no había vivido amor, sino obsesión y apego. Ahora, el amor es otra cosa: respeto mutuo, admiración, una mirada sincera. Amar con los ojos abiertos es la diferencia.

—Se define como folclórica. ¿Le pesa esa etiqueta?

—Para nada. Soy folclórica en el mejor sentido. Sigo la estela de Martirio y Carlos Cano, quienes dignificaron la copla. Entiendo que hubo un rechazo tras el franquismo, pero la copla, en su origen, fue la voz de las mujeres que no podían hablar. Y esa esencia ha vuelto. Mi público es diverso y sin etiquetas. Muchos me dicen: “No me gustaba la copla, pero ahora me recuerda a mi madre y me emociona”. Eso es un regalo.

—Hay artistas con menos voz que usted que son mucho más famosos y ricos. ¿Le molesta?

—Ya tuve mi momento de gloria. Vendí millones de discos. Pero prefiero el respeto de mi público a cualquier fama descomunal. Ahora soy productora, arriesgo mi dinero en cada disco y concierto. Claro que me gustaría llegar a más gente, pero disfruto este equilibrio: puedo pasear sin problemas y, si alguien me reconoce, es para decirme algo bonito. Eso es un lujo.

—Como buena folclórica, cuida mucho su imagen en el escenario. ¿Cuántos vestidos de actuación tiene?

—Muchos, después de tantos años. Son piezas hechas a medida con diseñadores que admiro. Los guardo con cariño, quién sabe si algún día termino en un museo. Ahí habla la folclórica que hay en mí.